Cuando yo era niño hacía mis tareas escolares, en la casa de mis padres en un pueblo del sur de Italia, frente a una ventana asomada al mar Tirreno. En la línea del horizonte, antes de la puesta del sol, se divisaban perfectamente las siluetas sutiles y elegantes de unas islas, entre las cuales Ponza y Ventotene, antiguas demoras de emperadores y patricios romanos. En una de ellas, justamente Ventotene, había transcurrido sus días de exilio en 1941 Altiero Spinelli, un intelectual antifascista, perseguido y condenado por sus ideas democráticas.
En la soledad de las rocas y de la escueta vegetación mediterránea, circundado por el azul intenso del mar y bajo ese sol cálido que nunca abandona la costa tirrénica, Spinelli y algunos compañeros de exilio reflexionaban sobre los errores que habían llevado Europa en las últimas tres décadas a sumergirse en una continua lucha fratricida y sangrienta: dos conflictos mundiales que habían tenido su origen y su trágica motivación en las enemistades entre países del Viejo continente, y que habían esparcido los veinte años entre una y otra guerra de agresiones, amenazas, invasiones.
Esas aguas cristalinas que habían visto nacer tanta parte de la cultura clásica latina, humanística y renacentista, que habían sido cuna de ideas y de belleza, hervían ahora del dolor y de la ira de millones de europeos. Europa, que había tenido el orgullo de proyectar la humanidad hacia la modernidad, la había hundido en el abismo del horror y del fratricidio, extendiéndolo a todo el planeta. Los europeos tenían entonces el deber de relanzar la coexistencia humana y de encontrar nuevas fórmulas para profundizar los valores de igualdad, solidaridad, respeto de las diferencias, cohesión y convivencia que en ese continente habían encontrado sus mejores formulaciones en las obras de Platón y Dante Alighieri, Spinoza y Locke, Kant y Voltaire.
De allí, en el momento de oscuridad más profunda, contemporáneamente a los campos nevados donde se hundían las botas de los soldados enviados a morir en las estepas rusas o a la desolación de las dunas del Sahara donde literalmente se quemaban las vidas y las esperanzas de la mejor juventud europea, desde la pequeña isla en el Mediterráneo, surgió una de las ideas que hubieran contribuido en cambiar el rumbo de la historia. Altiero Spinelli, junto con Ernesto Rossi, Eugenio Colorni y Ursula Hirschmann, dio a conocer en 1941 el Manifiesto de Ventotene por una Europa libre y unida, un texto que anunciaba quizás por primera vez el sueño de un futuro federalismo europeo.
Se trató ciertamente de un sueño, generoso y noble como los mejores sueños, expresión de las esperanzas más altas de los europeos, sin mucha atención a la realizabilidad del proyecto federalista. Sin embargo en la historia también se necesitan estímulos morales, que indiquen un camino lejano y alto, dejando a quien mejor conozca y entienda las condiciones concretas la tarea de ajustar y adecuar las fuerzas.
Tuvimos la suerte, los europeos, de contar en los años Cuarenta y Cincuenta con una generación extraordinaria, probablemente forjada de un lado gracias a la herencia de siglos de gran cultura del Viejo continente, del otro por la experiencia trágica de los errores cumplidos a lo largo de la primera mitad del siglo. Esa generación no solamente estaba conformada por nuestros padres y abuelos, que trabajaron con humildad reconstruyendo rápidamente ciudades, edificios, estructuras, familias, corazones y almas, sino también por una clase política extremadamente responsable, capaz de luchar por sus propias ideas, obvia y afortunadamente diferentes y contrapuestas, como debía ser en la recuperada democracia, pero también de meter a un lado las diferencias cada vez que primara la exigencia de trabajar juntos por una meta común.
De ellos, comenzando con el Canciller alemán Konrad Adenauer y con el Ministro de relaciones exteriores de Francia Robert Schuman, a los cuales se juntó hasta su muerte el Presidente del Consejo de los ministros de Italia Alcide De Gasperi, inició a surgir la idea de juntar aspectos aparentemente menores pero fenomenales en su alcance práctico, para reconstruir desde los fundamentos la confianza entre los pueblos y los países europeos. Francia y Alemania, el corazón de la Europa continental, herederos de tradiciones comunes desde la época del pueblo de origen germánico de los Francos, se habían confrontado ininterrumpidamente desde 1870, y sus pueblos y sus líderes fueron los que primeramente tuvieron el valor de decidir eliminar desde sus raíces la posibilidad de agresiones, metiendo en común la producción de carbón y acero, las bases de la industria bélica. De Gasperi había hecho a tiempo, en su larga vida, a ser diputado de origen italiano en el parlamento del Imperio austrohúngaro, antes de la primera guerra mundial, y luego del italiano, y luego a ver destruido este parlamento por el fascismo, y luego a ser elegido en el renovado parlamento republicano italiano y a devenir el primer jefe de un gobierno democrático italiano. Conocía perfectamente los valores de la convivencia de lenguas y culturas diferentes, y adhirió desde el comienzo al proyecto franco-alemán, junto con los líderes belgas, de Luxemburgo y de los Países Bajos, que habían sufrido más que otros la destrucción de los campos de batalla de dos guerras mundiales y que llevaban en su patrimonio el espíritu de tolerancia y convivencia forjado por personalidades como la de Erasmo de Rotterdam.
La maravillosa aventura de la Unión Europea nace allí, de la recuperación de las riquezas interiores que los pueblos europeos habían sabido producir a lo largo de los siglos, en las Universidades de Bologna y Coimbra y en las salas del Louvre y de la Tate Gallery, en las páginas de Cervantes, Dante, Shakespeare y Goethe, en las notas de Beethoven, Mozart y de Chopin, con las ideas de Aristóteles, Voltaire, Cioran y Spinoza, las pinturas de Rafael, Velázquez y Van Gogh, las esculturas de Praxiteles y Brancusi. Y también con la recuperación de la amistad entre los pueblos, de la cooperación de los más humildes y de los líderes de gobierno. Como a menudo ocurre en los organismos humanos, la fiebre produce anticuerpos, la conciencia de los abismos requiere la capacidad de interrogarse sobre nuestras propias debilidades y pensar en cómo superarlas.
La declaración de Robert Schuman, el 9 de mayo de 1950, superaba los sueños de Altiero Spinelli y de otros que en otras partes de Europa habían producido textos análogos, y sin embargo no los cancelaba. Indicaba un camino realista sin perder de vista ninguna nobleza, no ignoraba la tensión moral de los europeos hacia la unidad pero a la vez los invitaba a construir el edificio común desde la base y no del techo.
Del mar de Ventotene, de la Paris de 1950 y del tratado del carbón y del acero del 18 de abril de 1951 se llegó a la Roma del 25 de marzo de 1957, a la fundación de la Comunidad Económica Europea, a la creación de algo más de un espacio económico común, a la introducción de instituciones articuladas, que ya contenían en su núcleo, como el patrimonio genético dentro de una célula, los gérmenes felices de la futura Unión.
Toda la historia europea, después de ese 25 de marzo que hoy en día celebramos, sesenta años después, fue diferente, fue un continuo descubrimiento y redescubrimiento: encuentro renovado entre hermanos que se habían conocido y luego alejado y perdido en los siglos, descubrimiento de las ventajas y de la fuerza pacífica que la unión generaba, de la difusión a lo largo de todo el continente de ideas de democracia y libertad que permitieron derrotar los últimos regímenes totalitarios. Fue también, sin embargo, un desafío continuo, alimentado por la generosa decisión de ampliar la construcción y a la vez de profundizarla, como en el caso de las fronteras y de la moneda comunes, aceptando los riesgos y las dificultades que todo ello implicaba. El sueño de los amantes de una Europa unida nunca cesó de acompañar el pragmatismo de los constructores iniciales.
Hoy sabemos que Europa es mejor de como nunca fue, incluso en un momento difícil y lleno de tensiones, en el cual descubrimos dificultades y debilidades: creemos sin embargo que no podemos volver a la Europa de las separaciones y de las confrontaciones. Lo que nos une es más de lo que nos divide, y por primera vez en la historia sentimos que la unidad, la igualdad y las diferencias no son conceptos incompatibles sino complementares. Somos iguales porque somos diferentes, y no pese a las diferencias. El concierto que vamos a escuchar dentro de poco se basa sobre este secreto: la diferencia entre las notas, las voces y los sonidos no necesariamente produce ruido y disonancia, puede generar armonía y alcanzar las cumbres más altas de la belleza.
La visión compartida de nuestro futuro que todos los miembros de Unión Europea tenemos ha sido y será confirmada en estos días con la adopción de la Declaración de Roma y con el comienzo del proceso de la Agenda de Roma.
Muchos conocen el film de Eric Rohmer, Le rayon vert, El rayo verde, que ganó el León de oro en Venecia en 1986. Mi papá era un escritor, y algunos años antes –lamentablemente falleció joven, pocos años después de la película de Rohmer– había publicado un cuento con el mismo título, escrito con una vieja máquina Olivetti en esa misma casa donde yo miraba el mismo mar de Ventotene. El cuento justamente nacía de la observación del fenómeno de refracción del sol, pocos instantes después de su desaparición tras el horizonte, y de la creación de un sutil rayo verde, que solo se puede dar y apreciar si las condiciones atmosféricas lo permiten.
Yo pude también verlo, en el horizonte de mi cuarto de niño y adolescente. Marcaba el horizonte muy cerca de la isla de Ventotene, y parecía asegurarme que los años en los cuales los dictadores enviaban la gente a la cárcel o al exilio se habían acabado, y que pese a todas dificultades nuestro mar común hubiera tenido una linea verde, un futuro de paz y de belleza.