Discurso del Embajador Silvio Mignano para el 2 de junio, pronunciado en Maracaibo el 4 de junio de 2016 y previsto también para las celebraciones en Caracas, luego suspendidas.
Señores representantes del Ministerio del Poder Popular para las Relaciones Exteriores de la República Bolivariana de Venezuela,
Honorables Diputados de la Asamblea Nacional,
Otras autoridades venezolanas,
Querido Nuncio Apostólico y Excelentísimo Decano del Cuerpo Diplomático Monseñor Aldo Giordano,
Excelentísimo Señores Embajadores y miembros del cuerpo diplomático y consular y de los organismos internacionales acreditados en Venezuela,
Queridos colegas y personal de la Embajada de Italia, de los Consulados, del Instituto Italiano de Cultura, del Instituto Italiano para el Comercio Exterior y de los Consulados Honorarios,
Señores Presidentes y miembros de la Cámara de Comercio Venezolano-Italiana, de los Comites, del CGIE, de los CIV, de las otras asociaciones regionales italianas,
Amigas y amigos de los medios de comunicación venezolanos e italianos en Venezuela,
Amigas y amigos venezolanos,
Cari connazionali:
«Había la guerra, justo la guerra más real, donde estaba yo, pero yo no vivía la guerra, lo que vivía intensamente eran las cosas que soñaba, que recordaba y que eran más reales que la guerra. El río estaba helado, las estrellas eran frías, la nieve era cristal que se quebraba bajo los zapatos, la muerte fría y verde esperaba donde el rio, pero yo tenía dentro de mí un calor que derretía todas esas cosas».
Mario Rigoni Stern, escritor, soldado en la segunda guerra mundial, da voz a los sentimientos de millones de personas, relatando la angustiosa y cruel retirada del ejercito italiano en Rusia. Nos habla del frío y de la oscuridad que invadieron nuestros ojos, nuestros oídos, nuestros corazones, durante años de violencia sin sentido y deshumana. Sin embargo, también nos habla de la esperanza que nunca dejó de habitar nuestros cuerpos y nuestras mentes, del calor que dio forma al espíritu y que logró finalmente derretir toda sensación de hielo.
Y como Rigoni Stern, como los cientos de miles de pobres soldados que arrastraron sus cuerpos heridos y violados en senderos helados o entre dunas hirvientes, así todo un pueblo supo guardar vivo un destello de luz y de calor dentro del bloque de hielo en el cual la locura de poderes tiránicos y la perdida de la inteligencia y de la humanidad habían convertido nuestras vidas.
Cuando yo era niño, a veces, al tener miedo a la oscuridad, a una de esas misteriosas formas nocturnas o esos ruidos indescifrables que cada cual ha experimentado en su infancia, mi madre, después de haberme tranquilizado, solía contarme, quizás luego, por la mañana, de otra oscuridad, mucho más angustiosa, que envolvía a ella con sus ocho añitos y a sus seres queridos dentro unas cuevas donde se habían tenido que refugiar –volviendo a la condición prehistórica– en las montañas cerca de mi futura ciudad natal, Fondi, porque la línea del frente que separó durante un invierno los ejércitos beligerantes se extendía desde Gaeta hasta Cassino, en la que luego fue llamada la batalla de Montecassino, quizás la más sangrienta en toda la historia de nuestra península.
Yo llevé años guardando dentro de mi memoria la imaginación –pues los humanos podemos tener memoria de lo que no hemos visto con nuestros ojos, si bien tan sólo imaginado– de mi madre niña buscar ramas en los matorrales, durante el día, y prender el fuego de noche para calentar una sopa de hierbas también recolectadas en el campo, con el constante miedo a la llegada de soldados y con la visión terrorífica de los aviones que bombardeaban esa tan hermosa colina en cuya cumbre se levantaba el monasterio de San Benito, el templo sagrado del saber medieval, del Ora et labora, que muy pronto se hubiera transformado en un puñado de escombros humeantes, con los religiosos y los civiles corriendo desesperados para salvar de las llamas los manuscritos con los textos de Arístoteles o con las miniaturas doradas de los códigos de la zoología fantástica medieval.
A esta condición los poderes absolutos de los años Veinte y Treinta habían convertido nuestro continente, a esta condición brutal y deshumana la guerra, resultado inevitable de los errores, los había llevado:
«Entonces nace en mí una pena desolada, como ciertos dolores apenas recordados de la primera infancia: es dolor al estado puro, no templado por el sentido de realidad ni por la intrusión de circunstancias extrañas, parecido a los por los cuales los niños lloran; y es mejor para mí subir otra vez a la superficie, pero esta vez abro deliberadamente los ojos, para tener frente a mí la garantía de estar efectivamente despierto»: es el libro Si ese es un hombre de Primo Levi, gran escritor, italiano judío sobrevivido al holocausto, quien lamentablemente muchas décadas después, ya anciano, no logró sobrevivir a esos terrores primordiales que no cansaban de perseguir su memoria, y se quitó la vida.
El 2 de junio de 1946 cambió todo, marcó un cambio profundo no solamente en nuestra forma institucional, sino también en la actitud de un pueblo. No fue importante el resultado en sí, pues hay muchas monarquías impecablemente democráticas en el mundo, cuyos representantes diplomáticos están aquí esta tarde y a quienes saludo con amistad; si bien el proceso a través del cual el mismo fue alcanzado.
Después de veinte años durante los cuales el fascismo y su jefe encarnaron sin posibilidad de discusión la voluntad y el bien del pueblo, éste finalmente tomó la responsabilidad de sus decisiones acerca de su propio destino. Cesó de ser un conjunto global, indistinto, y volvió a ser suma de individualidades, articulación de pensamientos diferentes y libres, con la capacidad y el derecho de dialogar, debatir y dirigir las voluntades individuales ya no hacia un abstracto bien común predeterminado por las ideologías, sino cada vez hacia un especifico bien contingente que en un momento se decidía considerar común, y que en otro momento se hubiera podido modificar, al modificarse la voluntad de la mayoría.
Esto fue el referéndum institucional del 2 de junio de 1946: un acto de liberación, un acto de amor hacia si mismos y a la vez hacia el próximo, un acto de mutuo reconocimiento, después de décadas donde uno debía estar con el poder público o de lo contrario ser declarado enemigo. Fue el calor que alumbraba la noche de la guerra, que prendía las estrellas frías, que derretía los ríos helados.
Fue volver a nuestros orígenes, al De republica de Cicerón, a ese Est igitur res publica res populi, «La república es la cosa del pueblo». Los romanos codificaron el concepto de república y lo enseñaron al mundo, y finalmente el 2 de junio de setenta años atrás el pueblo italiano se apoderó nuevamente del concepto.
"Coloro che leggeranno quale principio fusse quello della città di Roma, e da quali latori di leggi e come ordinato, non si maraviglieranno che tanta virtù si sia per più secoli mantenuta in quella città; e che dipoi ne sia nato quello imperio al quale quella republica aggiunse",
escribió en 1519 Niccolò Machiavelli en el Discurso sobre la primera década de Tito Livio: “Los que leerán cuál principio fuese el de la ciudad de Roma, y a través de cuáles legisladores, y cómo era ordenado, no se maravillarán que tanta virtud se haya durante muchos siglos mantenido en esa ciudad; y que luego de allí haya nacido un imperio inspirado en aquella república”.
La diferencia fundamental fue que Roma pasó de la monarquía a la república a través de un hecho violento, la rebelión encabezada por Bruto contra el rey etrusco Lucio Tarquinio el Soberbio, después que el sobrino de éste, Sexto Tarquinio, había ofendido a la joven Lucrecia, llevándola al suicidio, como narra justamente Tito Livio en el Libro I de su Ab urbe condita, Desde la fundación de Roma.
En cambio en 1946 Italia supo pasar de la monarquía a la república de manera pacífica, logrando olvidar las diferencias, o mejor, reconociéndolas, respetándolas y valorándolas.
El 2 de junio fue entonces la real coronación de nuestro Risorgimento, es decir, de la independencia italiana, que no podía considerarse definitiva sin que el pueblo eligiera libremente la forma de gobierno. Fue al mismo tiempo un nuevo Rinascimento de Italia: así como el artista o el intelectual del Renacimiento llevaron a cumplimiento el humanismo del siglo XV y confirmaron la centralidad del hombre y la confianza en la inteligencia humana como instrumento de comprensión y representación del mundo físico, del mismo modo el referéndum del 2 de junio de 1946 cerró una fase histórica en la cual las ideologías habían prevalecido sobre el hombre, la abstracción de las ideas absolutas sobre el individuo, con su historia personal, su libertad de juicio, esa dignidad de la cual hablaba en el siglo XV el gran humanista Pico della Mirandola en su Oratio de hominis dignitate, la Oración sobre la dignidad del hombre:
"Los seres de la natura están contenidos dentro de leyes establecidas, el hombre no. El hombre determinará esas leyes sin que ninguna barrera lo obligue, según su albedrío, a cuya potestad el hombre queda entregado".
El 2 de junio de 1946 es el momento en el cual nace la nueva Italia que se proyectará en la modernidad, que crecerá más justa, más solidaria, más rica y desarrollada, también gracias al trabajo y al sacrificio de millones de migrantes, entre los cuales los que llegaron a la amada tierra venezolana, y que hoy saludo con respeto y admiración. El momento, también, en el cual Italia inicia a ser nuevamente parte de Europa, de esta Unión que soñaron Altiero Spinelli y sus compañeros cuando escribieron en 1941 el Manifiesto de Ventotene, prisioneros del régimen fascista, y de la cual hoy en día somos convencidos miembros fundadores. El momento en el cual Italia recupera esa cara mejor, como dijo este 2 de junio el Presidente de la República Italiana Sergio Mattarella durante las celebraciones de los setenta años en Roma, construyendo con nuestra constitución una Italia de paz, justicia, libertad e igualdad.
Es el momento en el cual las mujeres italianas toman definitivamente su papel de protagonistas en nuestra historia, en nuestra sociedad, para nuestro futuro, pues el referéndum fue la primera ocasión de sufragio universal completo en Italia. La república nació mujer y sigue siendo mujer.
2016 es también otro aniversario, cincuenta años de la inundación de Florencia, un evento trágico que conmovió el mundo: el río Arno desbordó y amenazó las grandes obras de arte de Giotto, de Brunelleschi, de Michelangelo. Los italianos, sobre todo jóvenes, en una época aún sin conexiones rápidas, corrieron desde cada esquina de la península, sumergiéndose en el lodo, creando cadenas humanas para rescatar cuadros y manuscritos, escavando con los dedos temblantes en los sótanos de las bibliotecas: se repitió la escena que mi madre, niña, vio con sus ojos desde las alturas de Fondi, la cadena humana de personas rescatando los manuscritos de los escombros del Monasterio de San Benito, los ojos inundados de lágrimas pero las manos movidas por la esperanza.
Porque después de una guerra, de una dictadura, de una tragedia natural, siempre los hombres saben encontrar un 2 de junio y un destello de luz que prende nuevas estrellas.
¡Qué viva Venezuela, qué viva la Unión Europea, qué viva Italia!